El mes pasado estuve durante una semana en Praga, una ciudad tranquila y preciosa, llena de edificios que parecen sacados de una película de Wes Anderson y que llevaba cinco años deseando volver a ver.
Como ya conocíamos la ciudad y sabíamos que se puede abarcar perfectamente en sólo unos días, decidimos no darnos ningún tipo de prisa y disfrutarla con toda la pachorra del mundo, que para eso estábamos de vacaciones.
Relacionado con esto me pasa que cada vez más me apetece sentirme menos turista y más persona del lugar, no sé si sabéis de qué hablo. Tanto es así, que a este viaje ni siquiera llevé cámara de fotos, menos aún teniendo en cuenta que conservo las del viaje anterior.
A Praga llegamos en avión y al aeropuerto nos fue a recoger un taxi de Prague Airport Transfers que habíamos contratado desde España y que en unos 30 minutos nos dejó en el lugar donde nos alojábamos. Elegimos un apartamento de Bohemia Apartments en la calle Vladislavova, frente al centro comercial Quadrio donde hay, entre otras cosas, cafeterías, un par de supermercados (Billa y My) y una parada de metro.
El primer día fue una toma de contacto. Paseamos muchísimo y comimos en el Botel Matylda, flotando sobre el Moldava, por hacer algo un poco diferente.
No fue hasta el segundo día cuando cruzamos al otro lado del río para empaparnos de la tranquilidad que se respira en Kampa. Visitamos la librería Shakespeare, llena de libros nuevos y de segunda mano en varios idiomas, en la que merece la pena perderse durante un buen rato. También subimos al monte Petrin en funicular y bajamos caminando.
Hicimos una excursión en tren hasta Kutná Hora, una ciudad a unos 80 kilómetros de Praga, que nada más llegar parecía bastante meh, pero que definitivamente mereció la pena visitar.
Dedicamos día y medio al barrio judío, a sus edificios impecables y sus sinagogas preciosas; la española se mea en todas las demás, por cierto. Comimos kosher y paseamos entre escaparates de tiendas en las que jamás podré comprarme nada.
También dedicamos un día y medio al castillo, que es en realidad un conjunto de edificaciones recogidas en un recinto de más de medio kilómetro de largo. Merece la pena subir hasta allí caminando al menos una vez, pero también se puede acceder cogiendo la línea 22 del tram. Visitamos varios de sus edificios, presenciamos un cambio de guardia, paseamos por sus jardines, flipamos con las vistas, recorrimos la Golden Lane y comimos en U Labutí, un restaurante que os recomiendo mucho.
Para el último día no teníamos nada planeado, sólo empezar a sentir la pena de tener que dejar Praga otra vez y disfrutar de pequeños placeres como un helado de fresa recién hecho en el Cafe No. 3, un local tan pequeño como encantador.
Como Praga es una ciudad pateable, casi cada día nos acercábamos a la zona vieja a visitar el reloj astronómico y pasear por sus callejuelas plagadas de tiendas de souvenirs (para esto os recomiendo las tiendas Dárky Gifts, llenas de productos de Fun Explosive). También nos dejamos caer varias veces por Wenceslas Square, que tiene mogollón de ambiente.
Como consejos, os puedo decir un par de cosas. Lo más importante y que me habría encantado saber la primera vez que fui es que casi toda la ciudad está adoquinada, así que llevad calzado cómodo de suela gruesa. Si vais en primavera o verano, no olvidéis utilizar protector solar, que allí el sol pega fuerte. A la hora de gastar, no os reprimáis, porque es una ciudad nada cara y no os van a dar el sablazo en ningún sitio. Ah, y como curiosidad, no contéis con que en los establecimientos os atiendan con desparpajo y alegría, porque son gente más bien seca.
Si queréis saber alguna otra cosa, podéis dejar vuestras preguntas en los comentarios o escribirme un correo electrónico.
¿Conocéis Praga? ¿Tiene algún rincón secreto que todavía no conozco? ¿Qué destino me recomendáis para mi próximo viaje?